jueves, 25 de julio de 2013

CUANDO VIAJAS EN TREN

 
Cuando viajas en tren,
las primeras estaciones son las menos interesantes.
Destartalados arrabales que se prolongan
como tediosos cinturones industriales de la muerte;
grafitis, descampados, polígonos zafios,
donde apenas se atisba un matojo de naturaleza.
Las personas por doquier
te parecen casi iguales,
las estaciones de cercanías,
familiarmente asquerosas,
como zombies deambulando por un parque
en el que Rajoy y Anasagasti practican el botellón,
ante la mirada escéptica de bakalas y yonkis,
y cadáveres de viejas enterrados en la cuneta.


Mucho antes de que las cosas
se pongan divertidas, la mayoría de tus amigos empiezan a apearse.
A ti te gustaría que todos te acompañaran,
pero parece que tienen
importantes razones
para no seguir viajando.
"Hace mucho frío". "No tengo tiempo".
"Tengo muchísmas cosas que hacer".
Y se van quedando
en los apeaderos,
por el trabajo, la familia,
la seguridad, el crecimiento,
el empleo sostenible: ¡qué aburrido!
 
Pero tú sigues,
aunque apenado porque nadie
tus ilusiones comparta;
y por mucho que te estés quedando solo,
necesitas abandonar la mediocridad que te rodea,
y te consume como cabra amarilla
que se comiera a delicados mordisquitos
el estómago de Homero recubierto de merengue.

Así que primero llegas
a la comunidad autónoma de al lado
donde, todos te decían,
nos odian,
y planean invadirnos y anexionarnos.
Y sin embargo encuentras demacrados aborígenes,
que como nosotros bailan desnudos sobre cadáveres,
pero en absoluto son más despreciables que nosotros.

Y te vas poco a poco dando cuenta
de que todo lo que dice la prensa,

igual que todo lo que piensa la gente
es mentira,
propaganda belicista o propaganda electoral,
y que el mundo hay que verlo con tus propios ojos.
Desde niño te mintieron sistemáticamente,
mas todava no sabes por qué lo hacían.
 
Llegas a Francia:
"los franceses nos envidian".
Mas todo lo contrario.
Se impone la lógica de las diademas y los prefacios inútiles;
las ciudades están limpias como Náyades,
mucho más hermosas
que las ciudades nuestras,
con setos y medianas bien podadas,
y mucha naturaleza;
y también,

industria tan próspera y abundante
que ni el mismísimo Sarkozy podría arruinarla toda,
en una sola legislatura,

y te preguntas por qué iban a envidiarnos los franceses.

Y experimentas un atribulado éxtasis
al contemplar, en la noche sideral entre Ródanos de plata,
centrales térmicas rodeadas
de luciérnagas metálicas suspendidas en el aire
que emiten una intensa y grasienta luz roja;
y por la mañana llegas a Alemania,
país de ensueño con canales y ríos
por los que fluye espumoso vino blanco.
Habitantes inteligentes, organizados y amables.

Mas sin saber por qué lo haces
decides seguir todavía más lejos.
Desde el cielo, Europa
parece un gigantesco gofre.
En cada una de sus celdas,
vive un soporífero alienígena
sediento de sangre y venganza,

y deseoso de freir a su oponente,
tras untarlo en mostaza, queso y salsa perrys.

Ya la realidad ha sido suprimida
por la realidad paralela superior del Viaje
y puedes cruzar toda Rusia en metro,
por la noche, esquivando la resaca del día siguiente,
mucho más rápido que Miguel Strogoff
para desayunar un desierto del Gobi de mantequilla.
 
Y te encuentras a chinos despiadados

que se desplazan sobre cascos de cerámica,
capaces de viajar al pasado y al futuro
apretando un botón del mando de la tele,
igual que en los viejos documentales sobre moda,
pero mucho más gráciles que Michael J Fox.
Mesías que viajan en ferrocarriles transparentes
por las profundidades del océano negro
y japoneses crujientes pero de sabor saladísimo,
caminando sobre la lava del Etna en erupción.
Y comprendes que las banderas
no son sino finas láminas de nori
y las fronteras meros rayos láser en el mapa.
 
No hay tren de vuelta,
y por mucho que el refinado Justiciero
te persiga para añadirte a su asquerosa sopa,
careces de destino, nacionalidad o pasaje.
Eres ínfula vacía
que se mece sobre el mar como ave de plomo.
-Representas, por fin, la unidad perfecta
pueril y refinada, en su elocuencia sutiloide,
entre el Kremlin, Poseidón y La Reina de las Cazuelas.
 
Y llegado un momento
ya ni siquiera te ahogas ni te deslumbras,
cuando en el fondo del océano te hundes sin remedio,
como prisma de brillante gelatina

que refleja las nieves de los Alpes en primavera.
Y comprendes que ya estabas muerto
desde que el tren descarrilara, muchos años antes,
y que en todo ese tiempo no habías nacido,

y que el viaje eres tú mismo, pero tú no eras
sino el hombre del sombrero que está sentado al lado;
pero sigues y sigues y sigues viajando

por las estrellas, más allá de Andrómeda,
incluso después de haber dejado de existir,
convertido en voz en off de un film de Billy Wilder.
 
Y aunque al final el tren no llegue a ningún sitio
te compadeces de los que nunca han viajado
y se creen cualquier historia que la tele les cuenta,
sobre naciones, banderas, guerras humanitarias;

el doble de muertos pero el triple de aburridos,
sin ver con sus propios entumecidos ojos,
más alla de los escombros del bar de la esquina

de la estación de cercanías o del parque de su barrio,
galaxias, ritmos secretos que enlazan planetas,
funiculares de ensueño que surcan la Vía Láctea.